Desde muy pequeña, tanto como para internarse en las primeras memorias que uno tiene de sí mismo, recuerdo haber estado interesada en comprender ese nuevo mundo al que mi frágil existencia me estaba exponiendo. Todas las sensaciones y pensamientos que logro procesar en
mi memoria de aquellos comienzos superan la mera curiosidad mundana. Llegan casi a definirme. Pocos parecieron notarlo. Familia primero y maestros luego tendían a definirme como una niña introvertida y observadora. Hasta compleja, podría agregar yo, porque es una
palabra representativa de lo que percibimos difícil de comprender, al tiempo que evoca una suma de partes intentando conformar un todo imposible de serlo sin ellas. Como todos.

Así crecí. Y si así ellos me percibieron, estaban en lo cierto. Faltaría a mi verdad si dejase de reconocer que ha sido tan difícil e intrincado auto descifrar cuanto me constituía, como para ellos tratar de comprenderme. Supongo. He sido una niña indagando en cada experiencia, sin respiro. O, mejor dicho, como parte inescindible de su propio respiro. Todo ha sido asombro, y descubrimiento. Lo mejor, tal vez, es que me era imposible renunciar a esas búsquedas, y a esos encuentros, sencillamente, porque eran parte de mi ser. No hubo sistema educativo ni convencionalismo humano susceptible de hacerme renunciar a ese Ser, por más dificultades y resistencias propias y ajenas repetidas…


Mi tema era con la libertad. En absoluto pude jamás concebirla como algo externo, algo que te es dado. Es como si siempre la hubiese sabido parte de un constructo personal e intransferible. Sin embargo, notaba que la mayoría a mi alrededor la percibía distinta. La exigía. Pronto pude advertir la ventaja que hubiese supuesto pertenecer a ese grupo; siempre sería un asunto exigible a los demás. ¿Serían por eso tantos? Como fuese, tampoco nadie tenía porque entenderla como yo. ¿Y si mi sed de conocimientos me había puesto en ese lugar mientras la mayoría caía presa de un sistema al que solo asistía resignadamente con críticas y exigencias…?


Los ojos curiosos con los que observaba mi pequeño mundo iban indicándome que, a diferencia de otros seres, los humanos necesitamos mucho más que un útero materno para serlo. Nos formamos como tales en contacto con otros humanos, irremediablemente. Y esa Matriz
sociocultural parece marcar la gran diferencia. Todo me indicaba que allí parecía anidar el más maravilloso secreto de habernos convertido en los “seres más libres” conocidos. Ser libre —en la práctica— poco tenía que ver con pretendidas abstracciones acariciando la omnipotencia o los caprichos. Practicar la libertad, para mí, implicaba reconocer un ejercicio armonioso entre autonomía y responsabilidad.


Pocos eran mis años comparados con la cantidad de preguntas y respuestas que practicaba al respecto. Sin haber llegado a mi primera década sobre esta tierra, una pregunta irrumpió fulminante por sobre otras, y es la que me empeño en responder hasta estos días: ¿influyen tanto los sistemas de organización humanos en nuestro nacimiento social al punto de afectar
tan considerablemente nuestra libertad…? En realidad, fue al revés. Esta pregunta general fue emergiendo en mí ante la necesidad de explicar las observaciones particulares que me rodeaban. Cuanto más descubría, más grande era el sí que le daba como respuesta. Y más adelante, conforme fui persistiendo en ella, el sí se agrandaba hasta un punto en que llegué a percibir la evolución social humana en dos grandes grupos. Uno, dominado por sistemas que, básicamente, corrompen, expulsan o enferman; y otro
—con aspiraciones verdaderamente humanas—, procurando incansablemente fomentar organizaciones que educan, integran y sanan.


¿Qué tipo de sistema decidiremos finalmente alimentar…?, pensaba sin descanso al darme cuenta de que ese era el riesgo al que nos exponía concebir la libertad como algo externo. Los que estamos convencidos del esfuerzo y tesón necesarios para alcanzar una libertad humana
plausible, más que una utópica e irresponsable, trabajamos sin rendirnos por vislumbrar sistemas que prioricen el cultivo de humanidad, asumiendo que jamás podrá darse sin comenzar por un buen nacimiento humano completo. Quienes juegan a los dados procurando encontrar culpables, puede que tiendan a calificarnos de demasiado románticos e ingenuos; sin
reparar en cuanto puede estar en juego.


Coincido con los más grandes autores sobre Ética definiéndola como “el arte del buen vivir”. Una de las máximas expresiones configurándonos como humanos, precisamente, es el “arte”. Nuestra libertad —y con ella nuestra humanidad— se eleva cuando suma a la Ética, la Estética.
Cuando logramos incorporar la belleza en nuestra vida, conjugándola con la hermosura magnífica que ya nos regala la naturaleza. Ni dioses, ni demonios; solo humanos. Seres evolucionados a un nivel de independencia capaz de conducirlos a la más digna libertad que cualquier otro ser conocido haya alcanzado, o a dilapidar tantos avances al punto de mutilarse, dañarse, o hasta exponerse al riesgo de una auto extinción como especie.


Muchos serán los que sigan eligiendo la somnolencia y comodidad otorgada por disculpas convenientes. Mientras tanto, bien valdría recordar en todo caso que la máxima expresión de esa supuesta paz indolente encuentra su lugar de privilegio nada menos que en las tumbas. Celebrar la vida, más allá de cualquier muerte, supera posiciones pesimistas u optimistas. Nos
invita a jugar con “arte” este maravilloso juego de la existencia del que, como mínimo, podríamos acordar la necesidad de nacer TODOS lo suficientemente libres; para permitirnos luego, el honor y la dicha de llamarnos Humanos.

Verónica Medaura

Doctora en Dirección estratégica de Organizaciones, especializada en progreso y bienestar de Economías Emergentes. Presidente e Investigadora de ETHOSYA (Organización filantrópica-USA) dedicada a la cohesión, aceleración y puesta en marcha de Proyectos sociales para la mejora integral de Comunidades específicas.

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Verónica Medaura

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