LA APOLOGÍA DE LOS FRACASOS
Resulta atrevido, cuando no irresponsable, exaltar los errores como aciertos, los fracasos como victorias, las vergüenzas como orgullos. En política esto es casi un fundamento, pero hasta para las dictaduras más funestas y enfermas hay un lindero que no se pisa: el de no cometer el mismo error dos veces.
Se puede ignorar voluntariamente, se puede afirmar con vehemencia que todo salió de acuerdo a un plan maestro, se pueden hasta hacer actos conmemorativos al error, para afianzar la idea de que no fue un error. Pero, puertas adentro, los correctivos para evitar que otra equivocación ponga en jaque la efectividad del régimen y la sabiduría del tirano, dejarán a su paso una devastación criminal que asegure una rectificación firmada en sangre, sudor y lágrimas. Todo ello, con el fin de garantizar que la nomenclatura nunca transite de nuevo caminos sinuosos.
Para mí, que soy de lento aprendizaje —pero aprendo—, me resulta abominable la apología de un fracaso. Pero más abominable aún es la exaltación de un desastre continuado, producto de la improvisación, los egos, los berrinches de tercera edad y la imprudencia, como si fuera una doctrina. Es que hay que tener las agallas de Jon Snow.
En las últimas semanas, en un afán vergonzoso, figuras momificadas de la tradición socialdemócrata —y, cómo no, ahora pilares de la figura política de María Corina— escriben artículos, dan entrevistas, desarrollan foros, organizan eventos, copan redes sociales, buscando con el desespero de un ahogado maquillar cada esperpento que ha ido arrojando el nuevo interinato, el chisme de liderazgo, la muestra médica de gobierno que hoy, según esas momias, preside la señora Machado.
La oposición venezolana, fiel a su establecida tradición, ya no sólo se tropieza con la misma piedra mil veces: han decidido asegurar que no es una piedra, sino un profiterol. Han decidido jurar por un puño de cruces que las rocambolescas derrotas y humillaciones han sido estrategias espartanas, y que los estrepitosos fracasos e inconsistencias son victorias dignas de laureles sagrados bajados del mismísimo Olimpo. Y por tal, con sorprendente masoquismo, señalan que las soluciones dependen de volver a caminar los mismos linderos, y además, revolcarse en ellos.
Esto excede por mucho la irresponsabilidad y la indolencia: esto es un delito y ya no debe ser aceptado. Pues detrás de cada “victoria” de la metaoposición, quedan presos, huérfanos, viudas y ruinas, mientras ellos, lozanos y frescos, hacen concursos de disfraces para demostrar quién se parece más a Betancourt, a CAP o a Luis Herrera. Lo que, según las palabras de un reguetonero, “es una vaina loca”.
La deprimente verdad es que los venezolanos de bien no tenemos representación política. La verdad desnuda y sin apaños es que perdimos otro año cazando unicornios, afirmando que: “el régimen está arrinconado”, “tienen fracturas”, “están negociando”, “van de salida”, etc.
Lamentablemente, la realidad nos escupe en la cara que la socialdemocracia fue el horno que coció al chavismo, y son ellos mismos los que quieren solucionar el problema con los mismos ingredientes, los mismos cocineros y la misma temperatura.
Mientras no se entienda la dimensión y gravedad del asunto, mientras una oposición disfuncional señale como “doctrina” los monumentales errores, y algunos, por pocos que sean, los celebren, podrán clonar a genios y estrategas sin obtener un resultado diferente. Y el mejor termómetro para saber si usted, que me lee, es parte del problema o de la solución, es el prurito que le pueda causar este artículo.