SIN PROPIEDAD PRIVADA: un tiro al pie del socialismo.

La tragedia venezolana no es un misterio, ni una casualidad histórica. Es la consecuencia lógica y devastadora de una ideología que rechaza los derechos de propiedad, demoniza al mercado libre y convierte al Estado en un ídolo todopoderoso. Venezuela no colapsó por “bloqueos”, ni por errores aislados: colapsó porque el socialismo en el poder utilizó la violencia estatal para destruir el único motor capaz de generar riqueza y libertad: la propiedad privada.

Bajo el gobierno de Hugo Chávez, entre 2002 y 2012, se expropiaron más de 1.200 empresas privadas, abarcando sectores clave como alimentos, electricidad, telecomunicaciones, banca, agricultura y petróleo. Cada una de estas expropiaciones fue presentada como un acto de “justicia social”, pero en realidad fueron actos de despojo, donde el Estado usó la coacción para robarle sus medios de vida a empresarios, agricultores y trabajadores.

Estas confiscaciones no solo liquidaron el incentivo de producir, sino que condenaron a los sectores expropiados a una ruina garantizada. Agroisleña, por ejemplo, abastecía a miles de agricultores con insumos y créditos. Fue nacionalizada en 2010 y renombrada como Agropatria. ¿El resultado? Colapso de la distribución agrícola, escasez de semillas, caída de cosechas y más dependencia de importaciones.

Las consecuencias fueron inmediatas y catastróficas. Según cifras de la Confederación Venezolana de Industriales (Conindustria), más de 10.200 empresas cerraron sus puertas desde el auge de las expropiaciones hasta 2019. El parque industrial pasó de unas 12.700 empresas activas en 1998, a menos de 2.500.

Esto no solo significó la destrucción de bienes productivos, sino también la desaparición de más de 1.5 millones de empleos formales. Las tasas de desempleo y subempleo alcanzaron cifras récord, y millones fueron empujados a la economía informal o a la emigración forzada.

El caso de PDVSA es el más emblemático: una de las petroleras más eficientes del mundo fue convertida en una agencia de clientelismo político. Hoy, el país con las mayores reservas de petróleo del planeta sufre escasez de gasolina. Esta es la consecuencia directa de sacar al mercado de la ecuación y entregarle todo el poder al Estado.

Bajo el discurso de “justicia social”, el Estado venezolano cometió el pecado mortal del colectivismo: destruir los incentivos individuales, asumir que puede planificar la economía desde arriba, y monopolizar el poder sobre todos los aspectos de la vida económica.

Desde una perspectiva anarco-capitalista, el problema no es simplemente el socialismo, sino el Estado mismo como estructura coercitiva. No importa si es rojo o azul: cuando el Estado tiene el poder de apropiarse de los medios de producción, el resultado es miseria, represión y hambre. El gobierno no produce riqueza: solo la consume, la desperdicia o la roba.

Venezuela es una advertencia viva de lo que ocurre cuando se criminaliza la propiedad, se destruyen los contratos voluntarios y se sustituye la cooperación espontánea del mercado por el control centralizado. La hiperinflación, la migración forzada de más de 7 millones de personas, la escasez de servicios básicos y la pobreza extrema no son “errores”, sino las consecuencias naturales del estatismo.

Los anarco-capitalistas lo hemos dicho siempre: la única sociedad verdaderamente justa y próspera es aquella donde no existe un poder central con la capacidad de robar en nombre de nadie. La libertad de mercado, la propiedad privada y la competencia voluntaria son los únicos pilares sobre los que se puede construir una civilización próspera. Expropiar no es justicia: es saqueo.