Venezuela y el ethos autoritario
El panorama político venezolano en particular e hispanoamericano en general es desolador. Parece que las fuerzas de la revolución internacional ganan la partida de ajedrez a través de la represión y la confusión. Sobre el primer elemento ya se han escrito acertadamente ríos de tinta, el socialismo del siglo XXI es sinónimo de tortura como es sabido. En cambio, poco se analiza la capacidad de la propaganda revolucionaria para confundir a la sociedad.
Agitprop es un acrónimo surgido en el seno del movimiento bolchevique, significa “agitación y propaganda” y constituye la principal línea de acción política de la corriente de pensamiento comunista. Lenin en La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo (1920) señala que:
“Es infinitamente más difícil -y muchísimo más meritorio- saber ser revolucionario cuando todavía no se dan las condiciones para la lucha directa, franca, la verdadera lucha de masas, la verdadera lucha revolucionaria, saber defender los intereses de la revolución (mediante la propaganda, la agitación, la organización) en instituciones no revolucionarias y a menudo sencillamente reaccionarias”.
Como podemos ver, desde sus fases embrionarias hasta la consolidación del poder socialista, los dirigentes de partido han priorizado la propaganda como herramienta modeladora de conducta. Se trata de replicar en la mente los efectos que la prisión tiene sobre el cuerpo. El chavismo, como tentáculo de la revolución internacional, replica las complejas estructuras de control mental que históricamente han implementado sus antecesores en otras latitudes.
El objetivo de la agitación y propaganda desde el poder se resume en confundir, esto es, modificar la forma de pensamiento de los gobernados para alejarlos de las nociones más elementales de vida en sociedad. De allí que, tras un cuarto de siglo de revolución, los venezolanos admitan con relativa facilidad penurias que serían inconcebibles en un país más o menos funcional. Desde luego, esto lleva implícita la misión perversa de abrir y expandir una brecha entre los principios, la identidad histórica y el imaginario colectivo que definen a la nación con su realidad: una sociedad desprovista de identidad es más dócil.
Esta operación contra los principios rectores de la idiosincrasia nacional no es nueva, es una de las herramientas que tienen los poderes con apetencias totalitarias. Aristóteles definió al “principio” como el punto de partida de la cosa, el inicio. No es baladí. Una Venezuela desprovista de principios, una nación que no sabe de dónde viene, no podrá aspirar a ningún futuro.
Por eso constatamos la aparente contradicción de un régimen tiránico en el que reina la confusión y el desorden. No nos equivoquemos, no se trata de un Estado famélico incapaz de conducir a la población. Al contrario, nos enfrentamos a una técnica de control de masas que abusa de las antenas de la cultura para promover un modus vivendi caótico.
De allí que muchas voces, profundamente confundidas ante la desesperanza de vivir bajo la bota socialista, clamen por la democracia como panacea. ¿Pero quién ha dicho que la democracia es el antónimo de la esclavitud? Muy lejos de ser el maná político, la democracia moderna strictu sensu es un procedimiento para el cambio político pacífico. Es una alternativa que tienen algunas sociedades para reemplazar sus élites sin pasar por el enfrentamiento violento.
También está la acepción de democracia como forma de gobierno, un eufemismo para describir al régimen parlamentario de partidos. Uno que muchas veces queda relegado a ser un periodo transitorio entre una sociedad ordenada y una revolución socialista. Los antiguos lo tenían claro, la verdadera antítesis de la esclavitud se llama libertad.
Y he aquí el quid del asunto. La libertad no es libertinaje, no es la degradación moral ni la apoteosis del caos. La libertad requiere del orden. Del sometimiento voluntario a las normas que la comunidad política forja, como apuntó Cicerón. Y esto es lo que la sociedad venezolana necesita comprender para disolver definitivamente a la tiranía. Venezuela requiere de fuerzas ordenadoras, que evidentemente no están en las montoneras vestidas de verde olivo, para enderezar el rumbo y acabar con tanta confusión.
La noción clásica de ética es todo lo relativo al carácter, al ethos. El carácter nacional venezolano ha sido mancillado como nunca. La revolución ha convertido al gentilicio venezolano en una marca cainita. En una seña vergonzosa cuyas sombras son expandidas por los malvivientes “hijos de Chávez”, esos que con su criminalidad y chabacanería granjean la enemistad de las demás naciones.
¿Cómo puede la gente decente y laboriosa, lo poco que queda de ciudadanía, restaurar al nombre de Venezuela? Deben abandonar las ilusiones democráticas o asamblearias. Tras la colosal ruina que nos legará la revolución chavista, solo tendrá cabida una etapa autoritaria de reconstrucción. Un gobierno de orden que limpie las calles, imparta justicia y pacifique al país.
El himno nacional reza “abajo cadenas gritaba el señor, y el pobre en su choza libertad pidió”. ¿En la Venezuela de hoy, cuáles serán los señores que griten abajo cadenas? ¿La “boliburguesía”? ¿La socialité mantuana que casó a sus hijas con los lugartenientes de Bóves, perdón, de Chávez y Maduro? ¿Los testaferros del Cartel de los soles? ¿Cuál será el pobre en su choza de techo de zinc y miembro del consejo comunal que pida libertad?
Nada de eso. Venezuela necesita orden, y esto significa una dictadura momentánea que haga la purga necesaria para acabar con la infección y salvar al cuerpo social. Requiere del hábil bisturí sostenido por las aristas de la sociedad para acabar con el cáncer comunista. Yo me cansé hace tiempo de las sirenas electorales, y creo que la vida es muy corta como para prolongar en exceso la ardua tarea de depuración que tendremos que soportar.
Derrocada la tiranía chavista, ese poder ilegítimo que mediante la fuerza y la mentira beneficia solo a los suyos; debemos instaurar una dictadura que asegure la dignidad humana del venezolano y que dote a la población de un orden armónico en dónde sea posible prosperar. Y esto significa derrumbar las bases de la sociedad y construir desde cero. Requiere de un ethos autoritario, uno que revitalice precisamente al “auctoritas” como la competencia moral e intelectual que deben tener las personas públicas para conducir a la nación. La Venezuela decente debe reaccionar en forma de una contundente contrarrevolución política, cultural y espiritual que imposibilite cualquier retorno al socialismo.