El fracaso de América Latina

 “Cuando se tiene por vecino a un Estado en decadencia, importa mucho no acelerar su ruina, pues no hay situación más ventajosa; nada tan cómodo para un príncipe como tener al lado quien reciba por él todos los golpes y todos los ultrajes de la mala suerte”. Montesquieu, El Espíritu de las Leyes.

La región latinoamericana no es más que un cúmulo de naciones subdesarrolladas y fracasadas que son incapaces de abandonar sus demonios internos y sus supersticiones para dar paso a un verdadero desarrollo. El caudillaje, el populismo, el antinorteamericanismo y, recientemente, el socialismo y comunismo, son algunas de las representaciones más efímeras y constantes de nuestra evolución; estos son nuestros verdaderos demonios.

¿Qué ha provocado esto? ¿Por qué nuestros países insisten en los mismos modelos que los llevan constantemente al fracaso? ¿En qué se está fallando? Para responder a estas preguntas abordaré cuatro razones fundamentales que explican -a mi juicio- por qué nuestra región continúa dando tumbos en un mundo que se desarrolla velozmente.

En primer lugar, están las razones de tipo cultural: el latinoamericano es amigo de lo superlativo, de lo ideal, de lo místico. Nuestros pueblos están movidos por instintos de belleza, de supuesta “hermandad”, de lo autóctono. Todo esto se condensa con el rechazo a los “imperialistas del norte”, a “los colonialistas genocidas de Europa” y al “inhumano capitalismo mundial”, en lo que Carlos Rangel, periodista y académico venezolano, denominó la doctrina del Buen Salvaje y el Buen Revolucionario. En pocas palabras, para que América Latina recupere la bondad usurpada por la colonización, debía dar a luz al Buen Revolucionario, un hombre nuevo que devuelva (mediante la destrucción de todo lo levantado y construido) el estado original de paz y concordia en el que vivían los “buenos salvajes” antes de la “destructora” civilización.

En segundo lugar, la envidia y el rencor, dos sentimientos presentes en todas nuestras sociedades, y que representan los lastres más importantes para cualquier intento serio de desarrollo. Estos llevan a nuestras poblaciones a creer en discursos de “buenos revolucionarios” que nos prometen luchar contra ese imperialista del norte (incómodo por su progreso) y contra sus lacayos internos (comúnmente el empresario o industria nacional) que explotan por su suprema avaricia a sus compatriotas. El resultado del triunfo de estos “buenos revolucionarios” en elecciones democráticas es evidente: ruina, miseria y tiranías. El regreso al estado de naturaleza.

En tercer lugar, la debilidad de nuestras élites y nuestras instituciones para salvaguardar un rumbo fijo, no solo ha provocado la constante inestabilidad a lo interno de los países, sino que ha dado paso al surgimiento de tiranías expansivas que solo buscan desestabilizar a los gobiernos “de derecha” de la región; llámese Cuba o llámese Venezuela.

Finalmente, en cuarto lugar, la incapacidad de comenzar un franco proceso de integración de diversas naciones de la región (más no todas en un solo bloque) ha contribuido a que el mundo tome ventaja en materia económica por sobre nuestras naciones. En este punto, la debilidad de nuestras élites, además de la inestabilidad de nuestros países, ha provocado que todos los intentos de integración fracasen estrepitosamente. Solo el interés de avanzar en una dirección común podría cambiar esta realidad.

Durante la última década hemos visto como América Latina daba un sorpresivo giro a la derecha, con discursos abiertamente antisocialistas y contrarios al régimen de Venezuela: “votemos para no ser otra Venezuela”, esa era la consigna.

El triunfo de estos partidos en sus países abría espacio al optimismo, la izquierda retrocedía, estaba sumamente frágil, solamente quedaban los regímenes castrista, orteguista y chavista; la “troika de la tiranía” que definió en febrero el presidente Donald Trump, estaba contra la pared. Pero no se asestó el golpe final, la cobardía y la debilidad de nuestras élites latinoamericanas se presentaron nuevamente, dieron espacio al repliegue y la reorganización (característica ventajosa que tiene la izquierda sobre las derechas tradicionales en la región) y prefirieron el apaciguamiento de estos regímenes a derrotarlos junto al “incómodo vecino del norte”. Lo autóctono y el antinorteamericanismo (aunque sea disimulado) primaron por sobre los intereses regionales y civilizacionales.

Ahora vemos con pavor el regreso reforzado del Foro de Sao Paulo: Alberto Fernández, en  Argentina (fracaso del gradualismo económico de Mauricio Macri), López Obrador en México, Gustavo Petro en las Alcaldías de Bogotá y Medellín, la desestabilización política y social en Perú, Ecuador y, recientemente en el que parecía el “oasis” de la región, Chile. Nicolás Maduro y Díaz-Canel ven con felicidad el regreso de una izquierda que, como Evo Morales demostró hace poco en Bolivia, vuelve para no abandonar el poder.

En definitiva, no hay nada más cierto que lo dicho por Montesquieu en la cita que abre el presente artículo, en política y en la vida, la desgracia ajena puede significar una ventaja para sí mismo, sin embargo, esto no es eterno y, en muchos casos, es peligroso. Tentar a la suerte al aprovecharse de la desgracia ajena continuamente para tapar los defectos propios, tarde o temprano, provocará que la desgracia te invada igualmente. Tarde o temprano todos los países serán como Venezuela por advertir y no actuar.

Lamento mi pesimismo en estas líneas, pero la realidad es ineludible, si no se atienden estas causas estructurales, América Latina seguirá siendo un fracaso.